martes, 24 de marzo de 2020



Los callejones: antiguas vías de mis abuelos y también mías.
“…..los viejos senderos retorcidos que el pie desde la infancia sin tregua recorrió…..”. “….caminos que azotaba el viento al paso alegre del campesino….”
Estos fragmentos de grandes poetas abren mi memoria y a la vez me llenan de una gran
melancolía por mis viejos caminos que me conducían al mar, al río, a la quebrada, a casa de mis abuelos maternos.
Frágiles pieles de tierra bajo el dominio del sol, el agua y el viento. Angosto y largo espacio que sólo podía moverse hacia adelante y hacia atrás; hacia los lados era imposible, porque los desfiles de piñuelas lo aguijoneaban con sus innumerables púas. Sin embargo, corría y corría mientras una quebrada o río lo trataba de desgarrar.
Delgados y viejos caminos que en la estación seca, con una capa de polvo cubrían sus heridas, polvo que se convertía en pizarra para que una iguana o culebra trazara una línea que el viento o el raudo galope de un caballo, o quizás, una bandada de perdices fuera quien lo hiciera, al tratar de desparasitarse. Polvareda en la que era plasmado por las palomas titibú o por las pequeñas tortolitas, un símbolo parecido al de los “hippies”.
Caminos bajo frondosos árboles, que en época de lluvias, se hacían más delgados porque la hierba de un lado quería abrazar a la del otro. Su capa de polvo se transformaba en lodo y todo ser que lo pisara, esculpía una figura que otro borraría al pasar. En torrenciales aguaceros se convertía en un efímero río, cuyas aguas se detenían a descansar en hondonadas, para luego convertirse en un centro de maternidad de las ranas y sapos.
Senderos retorcidos y ondeados por los caprichos del terreno. Limitados por dos líneas paralelas que se internaban en la tierra, producto de las carretas. Parecía que los bueyes jugaban a borrar la huella de las otras carretas, se revivían con las lluvias y desaparecían con la sequía.
Trillos que en muchos años no recibieron maquillaje por un tractor de orugas o tatuajes de tractores de llantas de hule. Caminos que nacieron sin la magia de un ingeniero. Fueron fieles testigos de la saloma de un campesino que pensaba en su amada, testigos de los inaudibles lamentos de una yunta de bueyes, para los que no había un dios que los protegiera de esa eterna esclavitud.
También oyeron la respiración ansiosa de un niño que llevaba en sus hombros viandas de arroz con frijoles, carne frita y tajadas de plátanos, para el padre que laboraba de sol a sol.
Hoy muchos yacen bajo una lápida de asfalto, le han quitado el último espacio para respirar, no verán el sol, el cielo ni se bañarán con las lluvias. Son cadáveres vivos.  Jamás volveremos a grabar nuestras huellas en la polvareda o en el lodazal.

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